miércoles, 11 de noviembre de 2015

Creación literaria: Paseos sabatinos

Historia inspirada por la pintura de Remedios Varo Hacia la torre


Paseos sabatinos


Cada sábado por la mañana salían en bicicleta con Don Julián y la Madre Lilian al frente; seguidos de las jóvenes: Sara, Cynthia, Inés, Alejandra, Mariana y al final Karla y Sofía, las mayores. Todas con vestido blanco, capa azul celeste y Don Julian con su viejo abrigo café, camisa de franela y pantalones y botas de trabajo. El paseo comenzaba en el patio del internado. Don Julián era el primero en levantarse, recogía las hojas secas, alimentaba a las aves, revisaba cada bicicleta y las dejaba frente a la puerta de la cocina donde las mujeres, al terminar de desayunar, saldrían a tomar el paseo. Al salir del internado tomaban las calles aledañas, empedradas y con vueltas estrechas, para dar con un parque, que en verdad era la entrada al bosque a las afueras del pueblo. La gente lo frecuentaba para pasear, de la costumbre se formaron senderos y no tardaron en instalar algunas bancas. Después de recorrer la senda principal tomaban una desviación que les llevaba a un claro. Tomaban un descanso y comenzaba el viaje de vuelta.

La Madre Lilian era una mujer mayor, recta, refinada y reservada. Nunca estuvo casada, pese a la gran cantidad de pretendientes que tuvo en su juventud, el único amor que tuvo le fue prohibido. Tras la muerte de sus padres heredó la casa y permaneció soltera por su firme creencia en lo correcto, aquella misma convicción que la mantuvo en soledad fue la misma que le hizo decidir convertir su casa en un internado para jóvenes huérfanas, convirtiéndose en la nueva madre de las mismas. Don Julián, el amor prohibido de la Madre Lilian, se ofreció para hacerse cargo del mantenimiento del edificio.

Así fue como las chicas fueron llegando. Karla y Sofía de dieciseis y diecisiete respectivamente: contaban con modales, pero no siempre los ejercían, se guardaban los secretos para ellas, sin embargo no dudaban en dar consejos prudentes a las más jóvenes, y de vez en cuándo jugarles una broma a las más ingenuas. Sara, de 8 era la menor, pasaba las tardes jugando a ser una princesa cuyo castillo era el internado; Mariana tenía once y llevaba con ella a su muñeca Oscarina a todos lados; Alejandra devoraba libros, novelas, poesía y cuentos sobre mundos mágicos más allá del atardecer; Cynthia e Inés eran inseparables, siempre cuchicheando y riendo.  Cada una de las jóvenes reflejaba una belleza y elegancia acorde con su edad y personalidad. Tras años de educar a chicas así, la Madre Lilian se ganó la admiración y vehemencia del pueblo.

Una mañana de sábado, durante el paseo en bicicleta, se encontraron una familia de tordos en el suelo. Los padres, tiesos sobre el suelo, cubrían al pequeño. Don Julián era amante de las aves, y cuando encontraba alguna enferma o herida le cuidaba hasta que sanara y pudiera volar. Fue así que no pudo evitar compadecerse del animal. Don Julián no fue el único en encontrar a alguien merecedor de su atención y afecto en aquellos paseos pues, en un desfile con tanta joven bella, los mirones imberbes del pueblo no sobraron; y entre aquellos, no faltó alguno que fuera merecedor de la atención de al menos dos muchachas.

Tras guardar las bicicletas Don Julián se dedicó a cuidar al pequeño tordo. Tras curar sus heridas lo metió en la jaula con las demás aves, pero el caos se desató. El resto de los animales en la pajarera aletearon, gritaron y lanzaron picotazos al recién llegado. El hombre reaccionó rápido y sacó al pajarito. Pese a todo el ruido y agresiones, el pequeño permaneció en silencio, con la mirada serena. Karla, que también disfrutaba de cuidar a las aves, se hizo cargo del pequeño tordo. Adaptó una vieja caja de zapatos y se volvieron compañeros de cuarto.

Pasaron los meses, el tordo creció fuerte pero nunca levantó un ala. La muchacha se encariñó con él, y él con ella. Por orden de la Madre Lilián el ave ya no podía dormir en el cuarto de la chica. Así que su caja de zapatos fue trasladada al ático. Cada mañana ella subía para darle de comer y a partir de entonces  a donde ella fuera, él la seguía con pequeños brincos, o bien, se posaba sobre su hombro, conducta que le valió a la joven el apodo de Karla la pirata.

Karla decidió en no llevarlo por miedo a que se le fuera a caer durante el viaje, y cada mañana de sábado el tordo les contemplaba partir desde la ventana del ático, esperando su regreso.

La atención de la joven fue a dar a un mozo de apellido Pérez, quien le seguía a pie cuando cruzaban el parque, platicaban breve tiempo y se despedían a la vuelta. Pero Karla no fue la única destinataria de la atención del joven Pérez.
Sofia y el joven se encontraban cada noche en el patio trasero del internado cuando todos los demás dormían. Una de esas noches Sara los descubrió en complicidad con las sombras. A la mañana siguiente la noticia se hizo pública. Sofía lloró al prohibírsele volver a verlo, y Karla al sentirse traicionada.

Pasó las tardes melancólica parada frente a la ventana acariciando a su tordo. Pobre de mí se lamentaba ya no quiero volver a amar le confesaba cada atardercer a su único amigo. Así continuaron las semanas, con tristeza, ligeras lágrimas y desesperanza. Un sábado por la mañana, cuando todos los demás se hubieron ido al paseo, vio desde la ventana al joven de apellido Pérez y enfurecida pronunció Ojalá no tuviera corazón para no volver a amar. Acto seguido el pájaro aleteó y voló hasta la boca de ella, entró por su boca, bajó por la garganta a la altura del pecho, comenzó a picotear hasta llegar al corazón y lo devoró. El tordo murió atragantado con el corazón y Karla por la falta del mismo.

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