domingo, 29 de noviembre de 2015

a falta de título

El viernes fui al cine con unos amigos. En la dulcería vendían mercancía promocional de la nueva película de star wars. Por $19 más llevé mi refresco en un vaso con la imagen de Han Solo y Chewbacca. Vimos la película, se terminó y volví a casa en el metro.

Llevaba los audífonos puestos, una señora y un niño subieron para pedir dinero. La señora hablaba sobre... algo, seguramente relacionado con Dios, no lo recuerdo exactamente. El niño se sentó enfrente de mi, luego se me acercó con cara de hambre e hizo un gesto con los dedos, juntó su dedo índice con el pulgar a modo de pinza, y movió los labios. Al principio creí que me pedía dinero o una tortilla y le dije "no, gracias" Pero él siguió ahí, se paró junto a mi y volvió a hablar. Ésta vez me quité los audífonos y le escuché "¿me regala su vaso?" le dije "no". Insistió "Anda, nunca he tenido uno".
Pensé en el niño, en mi hermano menor, cuando en realidad quiere algo y no puedo dárselo, en mí cuando era pequeño, y le pedía a mis papás algo que no podían darme; también pensé en lo feliz que sería el niño cuando le diera el vaso, o al menos en cómo se alegraría y yo me habría sentido bien al haber hecho algo bueno por él "sólo fueron $19 más" me justifiqué. Fue entonces que me sorprendí sintiendo lástima por él. Más aún, recordé el porqué había comprado el vaso. Lo compré porque lo quise. Lo quise cuando lo vi así como él también lo quiso cuando lo vio en mis manos. Nada había cambiado en el trayecto del cine al asiento del metro: yo seguía queriendo ese vaso entonces ¿por qué habría de dárselo? le dije "no, yo también lo quiero".

El niño agachó la mirada, tomó asiento junto a la puerta y bajó con la señora en la estación siguiente. El vaso está ahora en mi escritorio.

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